Una de las cosas que más me sorprendieron durante el embarazo a nivel físico (quitando el pelazo fuerte y brillante y la enorme curva bajo mis pechos) fue que mis manos y pies siempre estaban calientes. Yo nunca he tenido las manos y los pies calientes, y sin embargo en el embarazo notaba cómo la sangre corría más rápido y llenaba de energía cálida las puntas de mis extremidades.
El cuerpo nos habla, nos da señales, pistas de lo que debemos cambiar o tener en cuenta. Nos cuenta historias sobre cadenas familiares que heredamos y nos avisa de los patrones de dolor y enfermedad que repetimos. Mi abuela, por ejemplo, también tiene siempre las manos frías; incluso en invierno coloca las manos sobre el radiador para entrar en calor, y no se quema.
Toda reacción física tiene un origen emocional. Muchas emociones tienen un rebote físico, porque al fin y al cabo, somos un todo y no podemos separarnos por partes, sino que cada parte (cuerpo, mente, alma) se acciona conforme la otra lo hace.
¿De dónde vendrá entonces este hielo? ¿De dónde vendrá este invierno que nos hace a muchas mujeres de mi familia sentir tanto frío en las manos?
Según El Gran Diccionario de las Dolencias y enfermedades de Jacques Martel:
Soy una persona friolera (…) si tengo una gran sensibilidad al frío. Esta friolencia frecuentemente aparece después de un suceso en que viví una separación con una persona, un animal o incluso un objeto (…) y que sé que nunca jamás volveré a tener. Vivo un gran frío porque perdí el amor, la atención, el contacto físico con el objeto de la separación. (…) Así que tomo consciencia de que necesito “más calor en mi vida”, o si se quiere, más amor, o reconciliarme con lo que me separó de lo que representaba para mí el amor.
Quizás algo de esta definición sea cierta en mi caso, no lo sé, tendría que hacer un trabajo en profundidad para aprender sobre mí misma. Pero a lo que voy con esta entrada es a que por primera vez desde que parí, vuelvo a tener las manos frías. Es como empezar a salir de este estado de puerperio y volver a encajar las piezas que se desplomaron aquel 6 de abril en esa cama, la cama donde parí a mi hija. Y no sé por qué, me da pena. Creo además que no estoy preparada, que todavía hay cosas que tratar, todavía es necesario un periodo más de adaptación, de maduración… Además, sintiendo de nuevo este hielo, veo que las cosas no han cambiado tanto, no todo lo que esperaba. Vuelvo a encontrarme con la misma Beatriz de antes cuando en realidad esa Beatriz ya no existe. No sé si me explico.
Hoy vuelvo a tener las manos frías. Pero he descubierto el antídoto hace un momento. Mi hija se ha despertado llorando mientras escribía este post y la he cogido en brazos para darle de mamar. Os juro que ha sido mágico: mis manos han entrado en calor. La he mirado detenidamente mientras volvía a coger el sueño en mi regazo y he sentido cómo mi leche fluía sin control. Mis manos recibían todo el amor de su pequeño cuerpecito y las ha calentado al momento.
Creo que mi hija es el mayor regalo de este mundo. Ha venido desde otro a sanar cada dolor, a llenar cada vacío y a calentar con su presencia cada frío rincón de mi cuerpo.
Gracias pelirroja.